martes, 20 de agosto de 2013

EL BALCÓN DE LA SUBIDA DEL PUENTE


   Vamos que es tardísimo y aún tengo que lavaros las manos, la cara, peinaros, vestiros y prepararos la merienda, que tenemos que irnos a ver la procesión.
Hecho todo eso, mi madre nos cogió a mí hermana, a mi hermano y a mí, de ocho, cuatro y nueve años respectivamente y salimos de la casa donde vivíamos junto al paso a nivel del Rollo, para dirigirnos hacia la iglesia del Carmen que se divisaba a lo lejos, al final de la calle de Floridablanca.
Pero, entre unas cosas y otras se nos había hecho bastante tarde. Eran pasadas las ocho y la procesión ya estaba saliendo.
Marchaba mi madre hacia el Carmen, con el ritmo lento y pausado que permitían las infantiles piernas de mi hermana y mías quienes caminábamos asidos uno a cada lado del carricoche donde iba sentado nuestro hermano pequeño.
Mi padre nos aguardaba en la Glorieta, -nos iba diciendo mi madre- y una vez todos allí reunidos, marcharíamos a ver juntos la procesión de los coloraos. Pero, cuando llegamos a las inmediaciones de la iglesia del Carmen, mi madre pudo comprobar que, debido a la enorme cantidad de público que allí se había congregado para ver la salida de la procesión, era del todo imposible cruzar la calle y alcanzar el jardín de Floridablanca para desde allí continuar por la espalda del mismo hasta llegar al puente Pasarela, cruzando el cual llegaríamos a la Glorieta en un momento. Pero no se podía pasar. Mi madre llevaba tres niños pequeños, uno de ellos montado en su carricoche y la calle estaba bloqueada por las filas de sillas allí ubicadas a ambos márgenes de la misma, sillas que estaban ocupadas por cientos de personas que contemplaban -un año más- el añejo desfile colorao y, a la hora que era ya, mi padre seguro que estaría esperando en la Glorieta desde hacía rato. ¿Cómo llegar hasta ella sin cruzar al otro lado de la calle?
En lugar de optar por dar un rodeo por detrás de la iglesia del Carmen, algo que nos hubiera retrasado aún más, mi madre optó por la vía más directa, por lo que nos encaminó por toda la Alameda de Colón, por detrás de las filas de sillas, esquivando como podíamos los numerosos grupos de personas que se encontraban apostados en pie detrás de aquéllas.
Tras hacer ímprobos esfuerzos llegamos hasta la Plaza de Camachos. Aquí el espacio detrás de las sillas se ensanchaba mucho, por lo que era menos agobiante para mi madre avanzar, siempre atenta de que no nos soltásemos del carricoche que ella empujaba. Pero, inmediatamente a continuación de la citada plaza comenzaba la Avenida de Canalejas cuya acera era bastante más estrecha que la anterior, por lo que el espacio existente tras las sillas se hacía cada vez más escaso. Además, la citada avenida comenzaba a empinarse más y más, remontando la cuesta del Puente Viejo.
Llegó un momento en que, ya muy cerca del puente, allí donde se produce un estrechamiento importante de la avenida, de pronto mi madre comprobó angustiada que era totalmente imposible continuar avanzando ya que, próximo a la Virgen de los Peligros se había producido un tapón humano en el estrechamiento antes citado y no era posible caminar hacia adelante pero lo que es peor, tampoco hacia atrás. Mi madre estaba asustada y preocupada por nuestra seguridad ya que, atrapados como estábamos dentro de aquella marea humana, estábamos expuestos a sufrir empujones, pisotones o incluso aplastamientos.
De la angustia de mi madre fueron testigos unas personas que se encontraban en un balcón situado justo encima de nosotros. Esas buenas gentes del balcón eran miembros de la familia Perea, propietarios de una zapatería que había bajo su domicilio, en la cuesta del Puente Viejo.
Apiadados ante la angustia evidente de mi madre y ante el claro peligro que corríamos tanto ella como nosotros, en un momento decidieron bajar y abrir el portal de acceso a su vivienda, para que pudiéramos refugiarnos allí dentro a la espera de que el tapón de gente se disolviese y se pudiera volver a pasar en dirección al puente.
Agradecida y aliviada mi  madre, nos hizo pasar a mis hermanos y a mí al interior del improvisado refugio ofrecido tan generosa como amablemente por aquella familia. Ya que no podíamos seguir avanzando hacia la Glorieta, al menos no seguiríamos sufriendo más empujones ni pisotones.
Pero la amabilidad de la Familia Perea no se había acabado aún. Transcurrido un corto rato bajó de nuevo al portal un miembro de la misma y nos invitó a que subiéramos todos a su vivienda para que pudiéramos ver la procesión desde uno de sus balcones. Tras convencer a mi madre subimos y, una vez en la vivienda, inmediatamente nos condujeron hasta un balcón a los pies del cual discurría un río colorao desconocido para mí y formado por multitud de cirios, cruces, nazarenos, pasos y unas extrañísimas bocinas con ruedas que emitían un no menos extraño sonido y también unos roncos tambores con entrechocar de palillos, sonidos ambos (bocinas y tambores) que alguien nos explicó que se trataba de la “burla” que le hacían al Señor.
Yendo aún más lejos en el grado de extrema amabilidad y hospitalidad que había mostrado la Familia Perea para con unos absolutos desconocidos, al poco rato vinieron de la cocina una señora de aquella familia que nos obsequiaba a mi hermana y a mí con sendos trozos de pan y chocolate.




Mientras comíamos el pan con el chocolate continuamos contemplando el maravilloso desfile colorao desde lo alto del balcón. Recuerdo vagamente que alguien nos decía que mirásemos el gallo que había en uno de los pasos. Después, esa misma persona u otra, qué más da, nos dijo que mirásemos que en ese otro paso iba el “Berrugo”, cogiendo habas. Uno tras otro fueron pasando todos los nazarenos, todas las “burlas”, todas las bandas de música, todos los pasos que formaban esa fantástica procesión que no recuerdo muy bien si ya la había visto con anterioridad, supongo que sí, pero en verdad yo la estaba descubriendo en su verdadera dimensión aquel año, viéndola desde ese balcón.
Llegó el último de los ocho pasos que, en esos años conformaban la Procesión de la Sangre de Cristo, como así me dijeron que se llamaba.
Este último paso era precisamente el Cristo de la Sangre y, advertido por una de las personas de aquella casa, pude observar el chorro de Sangre que manaba del abierto costado del Cristo y que caía en una copa que llevaba en la mano un pequeño ángel. Recuerdo que también me dijeron que me fijase en que no iba clavado del todo en la Cruz, sino que llevaba los pies desclavados e “iba caminando” -eso me dijeron-, aunque años más tarde, cuando crecí pude descubrir el verdadero significado de ese Cristo de la Sangre. Lo que sí tengo claro es que, a partir de aquel momento en que descubrí esa fantástica procesión y ese Cristo que la presidía, me “enamoré” de esa imagen y nació en mí el deseo de salir de nazareno colorao en aquella procesión que –vista con mis ojos de niño- me había resultado tan especial.
Terminó de pasar la procesión bajo aquel balcón de la subida del Puente y la gente que la presenciaba empezó a disolverse y marchar para sus casas. El tapón humano que se había formado bajo la Virgen de los Peligros hacía rato que se había deshecho y tras haber dado mi madre grandes muestras de gratitud hacia aquella amable familia que tan hospitalariamente nos había abierto las puertas de su casa y acogido bajo su techo, nos despedimos para iniciar nuestra marcha, no sin antes recibir, en una última prueba de generosidad de la familia hacia nosotros, un buen montón de caramelos y unos globos hinchables de Calzados Perea.
Una vez en la calle, mi madre pensó que con el final de la procesión comenzando a pasar por la Glorieta, ya no merecía la pena que fuésemos hasta allí porque, a buen seguro que mi padre, cansado de esperarnos, ya se habría marchado por lo cual mi madre decidió encaminar nuestros pasos hacia nuestra casa junto al Rollo, que mi padre seguro que ya se encontraba allí. Durante el camino de regreso a casa, mi madre nos preguntó si nos había gustado ver la procesión desde lo alto del balcón a lo que respondimos que sí. Yo añadí que me había encantado la procesión y que me gustaría muchísimo salir en ella cuando fuese mayor vestido con esa túnica de nazareno colorao.
¿Quién podría imaginar que aquel tapón humano y aquella experiencia vivida desde el balcón de la subida del puente podría significar el origen de un sentir colorao, de un pensar “en colorao” y de una pasión tan grande hacia una Cofradía?




Juan Manuel Nortes González     (20-08-2013)

martes, 6 de agosto de 2013

NO ME PASARÁ NADA

La Muy Ilustre y Venerable Cofradía del Santísimo Cristo de la Caridad fue fundada en Murcia,  a finales de junio de 1993.
La Cofradía creció en sólo seis años en cuanto a su número de pasos, pero no lo hizo bien y de inmediato hubo un sentir unánime en cuanto a la conveniencia de sustituir alguno de los nuevos pasos realizados, ante su evidente falta de calidad artística. Así pues, la Junta Directiva de la Cofradía decidió ir cambiándolos poco a poco, conforme fuese pudiendo, pero entre muchos de sus cofrades siempre hubo un verdadero rechazo y oposición a cambiar la imagen del Cristo de la Caridad, Titular de la Cofradía.
Finalmente, tras muchas deliberaciones y debates, la Junta Directiva de la Cofradía tomó la decisión de ir viendo diversas posibilidades para elaborar una nueva imagen del Cristo, pero no consiguieron que ningún escultor les hiciese un proyecto con un precio que se adaptase a sus menguadas  posibilidades  económicas.
Tampoco lo tuvieron fácil por la parte financiera, ya que no lograban que los bancos les ofreciesen un crédito con unas condiciones asumibles por parte de la Cofradía.
Parecía como si fuese el propio Cristo de la Caridad quien no quisiera que su imagen fuese sustituida, y pusiera todas las trabas posibles a los intentos de cambio de la imagen.
Entre los más fieles devotos del Cristo se encontraba un tal Manuel quien, a la lógica devoción, por tratarse de uno de los nazarenos estantes que cargaban al Cristo sobre sus hombros durante la Procesión, se unía la que provenía de la circunstancia de que un hijo suyo había estado gravemente enfermo y tras rezarle al Cristo de la Caridad, rogándole por su curación, su pequeño había conseguido superar la enfermedad, hecho que Manuel siempre atribuyó  a una intervención directa del Cristo.
Cierto día Manuel, que vivía en la calle Pascual, muy cerca de Santa Catalina, vio una gran columna de humo que salía desde la iglesia. Se había declarado un incendio en ella.
Rápidamente corrió hacia la iglesia, llegando ante su puerta al mismo tiempo que el sacristán. Entre los dos abrieron las puertas, entrando en el templo y comprobando que el fuego se había declarado junto a la Capilla que ocupaba la imagen del Cristo de la Caridad.
Presurosamente, entre los dos intentaron poner a salvo la imagen, pero sólo consiguieron descolgarla de la pared y dejarla tumbada en el suelo.
Con el Cristo ya en el suelo, Manuel miró hacia el techo y vio que una gran viga de madera ardiendo iba a caer de un momento a otro sobre la imagen del Cristo por lo que, poniendo en juego su propia vida mientras pensaba y se decía: “Dios está arriba y no me pasará nada”, se tumbó sobre el Cristo para proteger la imagen con su propio cuerpo, cayendo en ese preciso instante la viga ardiendo sobre Manuel, salvando con su cuerpo a la imagen del Cristo de su segura destrucción pero, inconsciente por el tremendo golpe recibido, Manuel perdía la vida envuelto en llamas.
El alma de Manuel fue directamente al Cielo y al llegar, San Pedro le recibió y le llevó ante Jesús, comprobando que su semblante tenía  la misma expresión de paz que tenía el rostro del Cristo de la Caridad.
Jesús, tras recibirle con una sonrisa y un cálido abrazo le preguntó  -“Manuel: ¿por qué lo hiciste?”-  A lo que Manuel le respondió  -“No podía dejar que ardieras Señor, igual que tú no abandonaste a mi hijo cuando te pedí por su vida”-.
En el funeral por Manuel, seguro que fue el propio Jesús quien habló por boca del Obispo diciendo que: “Al igual que un día hubo un buen hombre que salvó de las llamas la imagen del Cristo de la Expiración de Sevilla, conocido popularmente como “El Cachorro”, para que la ciudad sevillana pueda ver cada Viernes Santo la prodigiosa imagen del Cristo desgranando a cada paso su agonía, ahora tú, Manuel, has dado tu vida por salvar de las llamas la imagen del Cristo de la Caridad, para que la ciudad de Murcia pueda ver cada Sábado de Pasión la expresión de paz y caridad infinitas que emanan de su rostro”. 







Juan Manuel Nortes González        (22/05/2012)



Cuento escrito con motivo del XX Aniversario de la Muy Ilustre y Venerable Cofradía del Santísimo Cristo de la Caridad.

martes, 3 de abril de 2012


DESDE EL MIRADOR


Paso mis días frente a la iglesia del Carmen pero me veo impedido de entrar a su interior. Es tan duro ver transcurrir mi vida tan cerca y no poder pasar a ver a mi Cristo de la Preciosísima Sangre… No poder nunca postrarme ante Él y rezarle mirándole a los ojos…. No poder entrar nunca al Museo para ver el resto de imágenes, el resto de pasos de la Archicofradía…  Todo ello es algo que me llena de gran tristeza y amargura.

Me tengo que conformar con verlos salir y entrar una vez al año. Durante 364 días espero ansioso a que llegue el Miércoles Santo para, cuando comienza a declinar la tarde, recrear la vista desde mi mirador, contemplando ese incesante fluir de nazarenos coloraos, que acuden para sacar la procesión de la Sangre a la calle, una vez que las siete campanadas del Carmen, anuncian que ha llegado la hora de vestir a Murcia de rojo.

¿Y yo? Yo, que soy uno más de esos tres mil y pico, no puedo moverme de donde estoy. Por eso me tengo que conformar con lo que me ha reservado mi suerte y mi destino.

Tener mi humilde morada enfrente de la iglesia del Carmen… Ser “nazareno colorao” y no poder vivir desde dentro mi procesión. Sólo soy un espectador más que la ve salir y entrar, eso sí, desde mi envidiable mirador. Pero mi sitio natural no es este. Mi sitio natural es salir cargando en uno de los diez pasos que componen el cortejo. A poder ser –y si no fuese mucho pedir- cargando en el trono del Santísimo Cristo de la Preciosísima Sangre.

Más yo soy tan sólo un modesto nazareno de a pie, que bastante tiene con vestir su túnica –ese privilegio sí que no me lo puede quitar nadie- y mirar fijamente a la puerta de la Portería y del templo carmelitano, empapándome los ojos ante tanta hermosura, y también, con tantas lágrimas que, incontenibles afloran a mis cansados ojos.

Pero hoy es ese día que, en el calendario de mi solitaria vida, tengo señalado de rojo (¿qué mejor color que ese para hacerlo?). Hoy es Miércoles Santo y, en los campanarios de la iglesia del Carmen, acaban de sonar las siete campanadas que anuncian, que la tarde más bella ha comenzado. Y, entre la “boria” que las lágrimas provocan en mi cansada vista, veo como esos  nazarenos, descendientes de la flor y nata de la huerta, de los sencillos y recios huertanos del antiguo Partido de San Benito, sacan a la luz del más hermoso atardecer, a la hermosísima Samaritana que, adornada de joyas y entre el alegre tintinear de los cristales que cuelgan de las tulipas del trono, conversa con Jesús “Mujer, tengo sed, dame de beber….”

A continuación, el hogar de Lázaro sale a la calle y, toda la familia rodea al Invitado de honor, que se siente como en su propia casa, agasajado por Marta y escuchado por María. Mientras, el anfitrión contempla en silencio la escena que tiene lugar entre su amigo y sus hermanas, quienes no se ponen de acuerdo acerca de si es mejor agasajar a su distinguido invitado, o escuchar su Palabra. “Maestro: di a María que me ayude con las tareas de la casa.”  ….  “Déjala Marta. Ella ha elegido lo mejor.”

La bajeza del traidor –único en dar la espalda a Jesús- contrasta con la Majestad que irradia el rostro de Cristo, mientras, el resto de apóstoles se entretienen en animadas charlas, ajenos al mudo diálogo que mantienen los ojos de Jesús, fijos en los ojos de Pedro. Pero, el único que se da cuenta del significado de esa mirada es el joven Juan quien, descalzando sus sandalias,  prepara sus pies para ser lavados.  “Señor: ¿Tú vas a lavarme los pies a mí?” … “Te aseguro, Pedro, que si no te lavo los pies, no tendrás que ver conmigo” 

Cuando más falta le hacían sus amigos, estos le abandonaron a su suerte, a manos del sumo sacerdote y sus sicarios. Incluso el apóstol elegido negó conocerle. “Maestro, antes moriré que abandonarte”….  “Pedro, Pedro…. No digas eso porque antes de que cante el gallo, me habrás negado tres veces”, le dijo Jesús. Y así fue. Ahora, lloras y te arrepientes pero, habiéndole negado, aún te ama.

“Ecce Homo” dijo Pilato. Y presentó al pueblo a un hombre convertido en una piltrafa, por obra de los verdugos que se ensañaron con Él. Y en el balcón del Pretorio aparece Jesús, con un rostro patético y una mirada de sufrimiento y de dolor. Cruelmente azotado, coronado de espinas, con el manto púrpura sobre los hombros y la vara del escarnio en las manos, es sometido a las burlas del populacho, representado por el horripilante Berrugo de las habas.

“Mamá ¿tienes un pañuelo? Mira cuánta sangre tiene. ¡Ayúdale buen hombre! ¡Sujétale la cruz, que se ha caído y le va a aplastar! ¿Por qué le hacen eso mama? Agárrate a mi mano Señor, que yo te ayudo a levantarte“
“Mujeres de Jerusalén: Llorad por vosotras y por vuestros hijos. Llorad por este tierno niño que es un valiente. Pero no lo hagáis por mí….”

“¡A la cruz con él!”  Eso es lo que parece decir el soldado romano, gladium en mano, mientras, el cruel sayón se encarga de que sea cumplida la orden, dando un fuerte tirón de la cuerda que ahoga el cuello de Cristo. Y Jesús, con una mirada de profunda pena y resignación, mientras camina dando traspiés hacia su patíbulo, parece pronunciar aquellas palabras “Padre: perdónales, porque estos no son conscientes de lo que están haciendo”. 

¡Ah!. Por fin llega el momento de ver cumplido el sueño que llevo alimentando durante todo el año. Llega el momento en que, mi amado Cristo de la Preciosísima Sangre, va a salir a llevar su sangre por todos los rincones, tanto del “barrio” como del resto de la ciudad de Murcia, allende el Segura. Y yo, un año más, un Miércoles Santo más, voy a ser testigo de excepción desde aquí arriba, desde mi atalaya.
Señor: que lástima no poder llevarte sobre mis hombros. Que pena no poder caminar por ti, para que tus descalzos y traspasados pies no pisen el duro suelo. Pero, Tú quisiste que yo naciera para lo que he nacido y, aunque me duela, acepto tu decisión.

En ese momento, mirando fijamente al Cristo, el nazareno notó con estupor, que los ojos de la Santísima Imagen estaban fijos en los suyos, con una mirada penetrante, pero al mismo tiempo cálida.
A partir de esa mirada de su Cristo, todo cambió para nuestro nazareno. Sus frías piernas volvieron a recuperar su perdida vitalidad y movilidad; pudo volver a mover los brazos y sus dedos asieron con fuerza el estante de madera.
Comprobó como su túnica de nazareno estante recobraba su perdido color rojo, como sus piernas volvían a sentir el tacto de las medias de ganchillo y las plantas de sus pies volvían a sentir el esparto de las suelas de sus alpargatas de carretero clavándose en su carne, con cada paso que daba.

Sin apartar sus ojos de los del Cristo, sintió como una llamada, un requerimiento a acercarse a Él, de manera que bajó a la calle desde la atalaya en la que pasaba sus días y, abriéndose paso entre el público, se acercó al trono del Señor de la Sangre. Al llegar junto a él, vio que había un lugar vacío en una de sus varas delanteras. Siguiendo ese mismo impulso que le llamó a acercarse al paso, ocupó el lugar vacío en la vara, justo en el preciso instante en que, el cabo de andas golpeaba la tarima con su estante, ordenando el inicio del caminar del Cristo por las calles de Murcia.

Con los ojos anegados en lágrimas de felicidad, nuestro anónimo nazareno pudo ver cumplido su sueño de desfilar en el cortejo colorao que, tantos años había visto tan sólo salir y entrar. Pero este año era distinto. Este año sentía y sufría con gusto el peso del Cristo sobre su hombro. Este año vio como Murcia entera alfombraba sus calles de colorao para rendir homenaje al Cristo de la Sangre. Este año fue feliz.

De vez en cuando, durante las paradas del trono, giraba la cabeza y miraba a lo alto, al rostro del Cristo. Y, aún dentro de su expresión de dolor, le pareció adivinar un leve esbozo de sonrisa en los labios de la Imagen.

No vio salir, obviamente, ni al fiel San Juan, ni a la hermosísima Virgen Dolorosa en su trono cuajado de velas, ya que ambos pasos desfilan detrás del Cristo. Les pudo ver entrar, eso sí, al regreso, con el Cristo detenido ante la puerta del Carmen, esperando a su fiel amigo y a su dolorida Madre.

Una vez entrada la Virgen a los sones de la preciosa marcha “Estrella Sublime”, llegó el momento de entrar al Cristo en su iglesia del Carmen, mientras la banda interpretaba la “Marcha Real” y el numeroso público asistente prorrumpía en una gran ovación, fruto del amor y la devoción que Murcia siente por el Cristo de la Preciosísima Sangre.
Ya dentro de la Portería, tras mirarle por última vez a los ojos, salió de la misma y, con una extraña sensación, mezcla de tristeza y felicidad, volvió a subir a su atalaya.

Nadie sabe quién lo puso, pero el caso es que, en el Jardín de Floridablanca, al pie del monumento al Nazareno Colorao, al pie del mirador de nuestro nazareno, apareció un gran ramillete de claveles rojos de los que, durante la procesión, formaron el calvario de flores del trono del Cristo de la Sangre.

Ha pasado el tiempo, pero el ramillete de claveles sigue ahí, tan frescos y rojos como el primer día.
El rostro de bronce del nazareno parece haber cambiado su expresión. Ahora se le nota más feliz y satisfecho.

 Pero nadie acierta a adivinar el por qué…. 


viernes, 30 de marzo de 2012


EL TORERO

Tras despuntar buenas maneras desde pequeño, su arrollador paso por la escuela de tauromaquia y una meteórica carrera como novillero, el pasado mes de septiembre Currito de Patiño había tomado la alternativa en el coso de La Condomina, durante la Feria Taurina de Murcia, su ciudad natal.
En muy poco tiempo, Currito había convertido en una gran figura en ciernes del toreo español.

Un día, Antonio, un buen amigo suyo le ofreció salir, en la siguiente Semana Santa, cargando el paso de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder, que saca la Muy Ilustre y Venerable Cofradía del Santísimo Cristo del Amparo y María Santísima de los Dolores, en su procesión del Viernes de Dolores.
Currito le preguntó que a qué se debía ese ofrecimiento, contestándole su amigo Antonio que el  Nazareno del Gran Poder era popularmente conocido como “el Cristo de los Toreros”, debido a que su trono era llevado en procesión por toreros y otros personajes pertenecientes al mundo de la tauromaquia (periodistas, apoderados, etc.), y que era un honor para un torero murciano el cargar al Cristo en su procesión.
No le hizo a Currito una especial ilusión el ofrecimiento. Nunca le habían gustado las procesiones. De hecho, como había pasado casi toda su infancia fuera de Murcia, no acertaba a recordar si alguna vez había visto alguna procesión de aquí o no.
Sin embargo, para no desairar a su amigo Antonio y también, para no romper la tradición, aceptó salir el siguiente Viernes de Dolores, cargando a hombros al Cristo de los Toreros.

Llegado el Viernes de Dolores, acudió a casa de Antonio, para vestirse allí de nazareno, ayudado por la esposa de aquél, ya que era la primera vez que vestía una túnica nazarena, y no tenía ni idea de cómo se hacía. Una vez los dos vestidos con sus túnicas azules de estantes, salieron caminando hacia la iglesia de San Nicolás.
Debido a su inexperiencia, el Cabo de Andas asignó a Currito un puesto de suplente, advirtiéndole que estuviese pendiente de cualquier hueco que se produjese bajo el paso, para ocuparlo él mientras no regresaba su titular.
Apenas entró a cargar unas pocas veces a lo largo de la procesión. Aquello no despertaba su interés y, encima, cada vez que cargó, como no sabía colocar bien los pies al caminar, se trastabillaba con el nazareno de delante, por no hablar del intenso dolor que sentía en el hombro al cargar el paso.
El final de la procesión le dejó indiferente, prueba de ello era el acusado abultamiento de su sená, que denotaba que ni siquiera se había sentido atraído por la entrega de caramelos, huevos duros y monas a niños y mayores, durante el desfile.
Y, es que, cuando algo no gusta, pues no gusta…


Su carrera en el mundo del toreo era ascendente. Sus tardes de triunfo en diversas plazas le allanaban el camino para convertirse en una gran figura.
Una tarde, después de dar una verdadera lección de toreo, y tras ser premiado con las dos orejas y el rabo, vio como un numeroso grupo de aficionados se dirigía a él para sacarlo de la plaza a hombros. Sin darse apenas cuenta, de repente Currito se vio aupado por un fornido aficionado quien, sin esfuerzo aparente y rodeado por otros muchos aficionados, sacó al torero a hombros por la puerta grande de la plaza. Al depositarle en el suelo, ya en la calle, Currito vio fugazmente el rostro del aficionado que le había sacado a hombros y, por un momento, creyó conocerle de algo. Pero no era posible, nunca había estado en aquella ciudad. En un instante, el mozo dedicó una gran sonrisa al torero y desapareció entre el tumulto de público.

Pasaron varios meses hasta que, una tarde en que había completado una gran faena, al entrar a matar, el toro dio un derrote, con tan mala fortuna que uno de sus pitones se enganchó en su muslo derecho, provocándole una grave herida por la que empezó a sangrar abundantemente.
Mientras los mozos de su cuadrilla alejaban al toro, rápidamente un montón de gente salió al ruedo para trasladar a Currito a la enfermería de la plaza. Un buen mozo de fornidos brazos le sujetó por las axilas, levantándole del suelo y encaminándose hacia la enfermería con una fuerza y decisión arrolladoras, mientras, el torero, semiinconsciente por el estado de shock en el que se encontraba, con los ojos entreabiertos acertó a cruzar su mirada con la del mozo que le sujetaba por las axilas, sintiéndose reconfortado por la expresión de fe y confianza que le transmitieron aquellos desconocidos ojos.
Aunque, a Currito no le resultaron tan desconocidos ya que, de nuevo, volvió a tener la sensación de conocer a esa persona de algo, aunque no acertaba a saber de qué. 

Sanó pronto Currito de sus heridas. Su juventud, su vigor, sus ansias de vivir y… no sabemos si algo más, le hicieron recuperarse en pocos días de su grave cogida.
Cuando regresó a Murcia subió al Santuario de la Fuensanta, a llevarle a nuestra Patrona un gran ramo de rosas y darle las gracias por su pronta y favorable recuperación.
Estando allí, mirando a la cúpula del Santuario vio, entre la multitud de personajes pintados en ella, representando la Romería de la Fuensanta, a unos nazarenos vestidos con sus túnicas blancas, moradas, negras, colorás….  y azules…  y, de pronto se acordó de los nazarenos azules del Amparo y, cómo no, del Cristo de los Toreros.
Enterado de que lo podría encontrar en el Convento de Capuchinas, en el Malecón, hacia allí se dirigió, portando otro gran ramo de rosas. Cuando entró a la pequeña capilla y vio la imagen del Nazareno del Gran Poder, no pudo evitar un sobresalto. Por tercera vez en poco tiempo volvió a tener la sensación de haber visto antes esos ojos. Rápidamente le vino a la cabeza el joven que le había sacado a hombros por la puerta grande y, también el otro mozo que le había levantado del suelo y llevado en volandas a la enfermería, cuando sufrió su reciente grave cogida.
Después de un buen rato rezando ante la imagen, al salir de la capilla, de inmediato supo Currito lo siguiente que tenía que hacer. Llamó a su amigo Antonio y le dijo que quería salir en la procesión del Viernes de Dolores, cargando bajo el Jesús del Gran Poder. –Pero, si el año pasado no te gustó- le contestó Antonio. -Eso fue el año pasado. Este año es distinto- le dijo Currito.  –Bueno, dalo por hecho-, contestó Antonio.

Llegado el Viernes de Dolores, Currito volvió a acudir a casa de Antonio, a vestirse de nazareno y, desde allí partieron ambos hacia San Nicolás. Cuando llegaron a la iglesia, el torero se puso delante del Nazareno del Gran Poder y, mirándole fijamente a los ojos le rezó un sentido Padrenuestro.
Al acabar, sin dejar de mirarle a los ojos, sintió en su interior una voz que parecía salir de los labios de la imagen. Esa voz le preguntaba:  -¿Por qué este año sí, Currito?-.  A lo que el torero le respondió:  -Te lo debía, Señor, porque, tanto en mis momentos buenos, como en los malos, tú siempre estabas ahí para llevarme sobre tus hombros-. 

domingo, 18 de marzo de 2012


EL NIÑO

Tras muchos años dedicándome, incansable, a mi trabajo como escultor e imaginero, hoy me siento ya viejo y noto cómo las fuerzas ya me están abandonando.
Sé que pronto moriré. Y espero poder reunirme con el Padre Eterno. Poder reunirme con el Cristo de la Sangre, cuyos destrozados restos ensamblé pacientemente, hasta conseguir recomponer su Divino Cuerpo. Poder reunirme con el Cristo de los tres Entierros que tallé, uno para Cartagena, otro para Albacete y otro para Murcia. Poder reunirme con el majestuoso Cristo del Lavatorio. Y con tantas otras imágenes de Cristos, Vírgenes y Santos, como he tallado a lo largo de mi vida.

Pronto llegará mi hora. Pero no quiero irme sin antes contaros algo. Quiero compartir con vosotros una historia que me ocurrió hace ya bastantes años y que, aún hoy, me llena de congoja y me hace tener esa Fe ciega en Dios, por la cual espero reunirme pronto con Él.

Sucedió en 1955. Un año antes, la Cofradía de la Preciosísima Sangre de Cristo, que estaba aún recomponiendo su procesión del Miércoles Santo, al estado en que se hallaba antes de la enorme destrucción que sufrió en julio de 1936, me encargó la realización del paso de Las Hijas de Jerusalén, para con él, recuperar el realizado por Baglietto a mediados del siglo XIX, y que fue destruido al principio de la guerra civil.

Todos los que me conocen saben que no me gusta realizar copias de imágenes, de manera que, en mi ánimo nunca estuvo la intención de realizar una copia del destruido paso. Muy al contrario, intenté realizar algo innovador, aún manteniendo el sabor y el espíritu barroco que impregna a la Cofradía por todos lados.

Así pues, concebí un boceto compuesto por 4 imágenes: Jesús, semicaído bajo el peso de la cruz, ayudado por Simón de Cirene, dirigiéndose a dos mujeres de Jerusalén, a las que parece decir que no han de llorar más por Él, sino que lo hagan más bien por ellas mismas y por sus hijos.
Una vez aprobado el proyecto por parte de la Cofradía, me puse manos a la obra y empecé a tallar las cuatro imágenes que, previamente, había dibujado y plasmado en el papel.
Pero conforme iba avanzando en la ejecución de la obra, me iba dando cuenta de que al paso, a la composición le faltaba algo. No sabía qué, pero notaba un vacío, un hueco que no acertaba a saber como llenar.

En los alrededores de mi taller, en la calle Corbalán, solían jugar varios niños. Eran otros tiempos, y no había tanto tráfico de coches como hay hoy en día, por lo que los chavales se pasaban media vida en la calle, jugando y maquinando travesuras sin parar.

Un día, una pelota de trapo se coló en mi taller y, tras ella entró un niño con la intención de recuperarla. Al verme y, al ver aquellas imágenes en las que me encontraba trabajando, se quedó parado en la entrada. Le miré con cara de fingido enfado y le dije: -¿Es que no podéis tener un poco de cuidado, que vais a romper algo? Anda, pasa, coge la pelota y marcharos a jugar a otro sitio-.
El niño, sin decir nada, entró a por la pelota y salió corriendo. Enseguida dejé de escuchar los ruidos que hacía el grupito de pilluelos que jugaban en la calle, por lo que supuse que se habrían marchado a otro lado.

Sin embargo, al cabo de unos pocos minutos, volvió a asomar la carita del niño por la puerta abierta del taller. -¿Otra vez aquí?- le dije. -Ya se han ido a jugar a otro sitio-  me respondió con su vocecita infantil, añadiendo -¿Qué haces? ¿Puedo pasar?-.
Le miré detenidamente. Tendría unos cinco años y vestía una especie de baby, como los que, por aquellos años, llevaban los niños en los colegios. Sus cabellos eran dorados y ensortijados, y sus ojos castaños tenían una mirada profunda y melancólica.
-Pasa- Le dije, y añadí -Pero ten cuidado y no toques nada-. El niño, obediente, pasó y se sentó en un banco de madera, cerca de donde yo estaba tallando una de las mujeres de Jerusalén. Y allí, callado, se quedó mirando, hasta que, al cabo de un largo rato, dijo: -¿Qué estás haciendo?-.  -Un paso para una procesión- dije yo.      -¿Para esa que sale de la iglesia que hay al lado del jardín?- preguntó él.  -Sí, para esa misma- respondí. Pensé que se callaría y que, aburrido de estar allí, se marcharía enseguida en busca de sus amigos. Pero no, el niño no se movió de su sitio, sin quitar su profunda mirada de lo que yo estaba haciendo.
Al cabo de un rato, que se me antojó eterno, volvió a preguntar: -Y, ¿qué paso es?-. Un poco malhumorado por su insistencia en no dejarme trabajar tranquilo, intentando ser tajante en mi respuesta, le respondí: -Se va a llamar Las Hijas de Jerusalén-.
Pero el niño parecía empeñado en amargarme la tarde, porque me volvió a preguntar: -Y, ¿cómo va a ser el paso que estás haciendo?-. Sin mirarle siquiera, con un gesto de la mano le señalé el dibujo que estaba sobre la mesa. El niño se levantó y se dirigió a mi mesa de trabajo, para verlo de cerca. Tras contemplarlo durante un rato, se volvió hacia mí y me dijo: -Le falta algo-. Le miré, entre extrañado y molesto, y le dije: -¿Qué crees que le falta?-. A lo que me repuso: -¿Por qué no haces un niño y lo pones al lado de esas mujeres?-.


No salía de mi asombro. El pequeñajo se permitía, con un descaro tremendo, juzgar mi boceto. Pero es que encima, tenía razón al decir que faltaba algo, tal y como yo mismo notaba que sucedía. Y, no contento con todo ello, no se le ocurría otra cosa al zagal que dar con la tecla, y sugerirme una solución para completar la escena.

Le miré fijamente. Y, mientras lo hacía, veía con sorpresa que ese propio niño podría, perfectamente, servirme de modelo para la imagen del niño, que podría encajar en el paso. De manera que le dije: -¿Te gustaría que el niño que quieres que ponga en el paso, se parezca a ti?-. -Vale- contestó el niño, con su vocecita infantil y despreocupada, mientras salía corriendo del taller. -¡Espera!- le grité -¡Tengo que dibujarte en un papel!-.  Volvió a asomar el niño su carita por el quicio del portón del taller, y dijo: -Mañana vengo, que me llama mi madre-.

Con cierta intranquilidad, por si el niño no volvía más por el taller, intenté dibujar su carita de memoria. Pero, por más veces que lo intentaba, no conseguía dar con la expresión profunda, melancólica y un tanto triste, que salía de sus ojitos. Esa noche recé para que volviese al día siguiente. Esa noche también, dormí con desasosiego, pensando en ese niño tan extraño y tan encantadoramente descarado.

Amaneció el nuevo día y volví a mi taller a seguir trabajando. Toda la mañana la empleé en acabar de tallar la mujer, que había dejado casi terminada la tarde anterior. Y lo hice sin dejar de pensar en el niño, y con la inquietud que me producía la incertidumbre de pensar si volvería a verle o no.

Pero volvió. Cumpliendo su palabra, sobre las cinco de la tarde, mi angelito se dejó caer por el taller. Le recibí con una sonrisa, diciéndole: -Has venido….-, a lo que me repuso –Claro que sí. Ya te dije ayer que vendría. ¿Es verdad que vas a dibujarme? Respondíle: -Claro, necesito dibujarte-. Contestó el niño: -Y, ¿para qué-. A lo que respondí: -Pues, para después poder hacer una imagen como tú, en madera, como la de esta mujer, o la del Señor que está ahí-.  -Ah, vale, pues venga, empieza a dibujarme-.  Respondió con su vocecita infantil y risueña.

Y así, tarde tras tarde, durante varias semanas, el niño, mi niño, mi angelito, venía a visitarme al taller. Primero a posar para el dibujo. Después, cuando empecé a tallar su imagen en madera, para ver como avanzaba mi trabajo, mientras se entretenía jugando con trozos de madera y con un escoplo y un cincel que le enseñé a usar.

Algún tiempo después, una mañana, di la última pincelada a la imagen. -Esta tarde, cuando venga mi angelico se pondrá muy contento al verla terminada-.  Pensé yo.
Y así fue. Todo fue asomar el niño por el taller y ver la imagen acabada, y ponerse a saltar de alegría, gritando -¡Bieeeen! ¡Ya estoy acabado!- para decirme a continuación: -Ahora sí tienes completo el paso-.
Pero, enseguida cambió su semblante y me dijo: -Ya no hará falta que venga más por tu taller-.  Yo le dije: -Claro que puedes venir, pequeño, siempre que quieras. Además, estás aprendiendo muy bien a utilizar las herramientas de escultor. ¿Te gustaría ser escultor como yo, cuando seas mayor?-.

Fijó en mí sus profundos ojos, se puso muy serio y, señalando la cruz que sujetaba la imagen del Cirineo, me respondió: -Cuando sea mayor, llevaré una Cruz como esa en el hombro, y en ella moriré-.  Y, en ese preciso instante, desapareció.


No le volví a ver nunca más. Anduve preguntando por él por casi todo el barrio del Carmen, pero nadie supo decirme dónde vivía, ni su nombre, ni nada de nada. Nadie parecía haberle visto nunca.

Aunque estoy ya viejo, no estoy loco. Sé que ese niño existió. No es producto de mi imaginación, ni lo he soñado. Él estuvo en mi taller posando para mí.

Ahora, que ya estoy próximo al momento de entregar mi espíritu a Dios, tengo la certeza de que, si el Señor quiere que mi alma vaya al Cielo, cuando llegue y asome mi rostro por allí, aquel Niño me estará esperando, con su cabello rubio y ensortijado y, mirándome con sus ojos profundos y melancólicos, extenderá su manita hacia mí y, guiñándome un ojo, me dirá: -Pasa, pero ten cuidado y no toques nada-.

sábado, 25 de febrero de 2012

NO LE HIZO FALTA BASTÓN.


Vestido con su capa, salió sin hacer ruido alguno. No quiso sin embargo marcharse sin pasar primero un momento por el Yiyi -la que era sin duda su segunda casa en momentos de asueto- a practicar su deporte favorito: levantamiento de vidrio en barra fija. Con el estómago más asentado después del chatico de vino se dijo a sí mismo: ¡es la hora! Y hacia la morada del Padre Eterno continuó su camino.
Cuando llegó cerca de la puerta hizo un breve alto en el camino. Se miró de arriba a abajo y comprobó que no iba adecuadamente vestido para el momento. En esto que vio venir revoloteando a unos angelitos que le traían unas vestiduras. Cuando las vio de cerca, comprobó que se trataba de su túnica colorá, su túnica de mayordomo de su querida Archicofradía de la Sangre. Con la ayuda del querubín se quitó la capa y el traje, y se revistió con la túnica, de la que siempre dijo que se trataba de su vestimenta habitual ya que, siendo nazareno todo el año, ese y no otro debería ser su hábito cotidiano.
Una vez correctamente vestido, consideró llegado el momento de entrar en la que habría de ser su casa en adelante. Ya no viviría más en la avenida que llevaba su nombre. Ahora viviría en el Paraíso.
Llegó a la puerta y no vio a nadie allí. Que raro le pareció eso. Sin embargo, aún no había pasado un instante, cuando vio llegar jadeando a un señor mayor, cuya cara le era harto conocida. Era San Pedro, si el San Pedro del paso de la Negación que se aprestaba a abrirle de par en par la puerta.  Pasa Carlos -le dijo- estás en tu casa. Y perdona por el pequeño retraso, es que he tenido un incidente con el gallo nuevo que me han traído, que no veas los espolones que tiene y las ganas que me tiene cada vez que pronuncio la palabra NO.
No le hizo falta el bastón para dar sus primeros pasos por el Cielo. El propio San Pedro le llevaba firmemente cogido del brazo, como si fueran dos viejos amigos que se vuelven a encontrar después de un tiempo sin verse y dan un entrañable paseo recordando viejos tiempos.
Con algunas lágrimas en los ojos, preguntó a Pedro. ¿Puedo verla por última vez?. Pedro sabía perfectamente a lo que se refería Carlos. Por supuesto -dijo Pedro- si es tuya.  En ese preciso instante, comenzaron a tomar vida una serie de desconocidos personajes que había visto en la lejanía. Así, al pasar junto a un frondoso olivo, vio sentado a su sombra, sobre una roca, nada más y nada menos que a Jesús, conversando con la que reconoció como Fotina, a quien demandaba un trago de agua fresca, recién sacada del pozo. Con una gran sonrisa y un ademán con la cabeza, Jesús le saludó y le dio la bienvenida, mientras, Fotina llenó un vaso con agua fresca y se la ofreció. A Carlos se le antojó mejor un chatico de vino del Yiyi, que era mucho lo que se le venía encima, y así se lo hizo saber a Fotina, pero ella le dijo que tan sólo tenía agua, pero que era fresca y viva. Jesús, pendiente de todo, guiñándole un ojo le dijo: -bebe ese agua, que ahora haré que te traigan ese chatico que deseas-. 
Siguió el paseo del brazo de San Pedro hasta llegar a un entrañable hogar. Inmediatamente reconoció la escena y allí, ante Jesús, en el hogar de Lázaro y sus hermanas le hizo entrar San Pedro. Besó las manos de Jesús y Jesús besó las suyas. Mientras, Marta, siempre solícita le escanciaba un vaso del mejor vino de la modesta bodega de su hermano. Bebe Carlos -le dijo Jesús- tu deseo está cumplido. ¿Otro vasico? -le preguntó Lázaro-. ¿Puedo Señor?  Pues claro que puedes Carlos, estás en tu casa. Bueno -repuso Carlos- La espuelica y ya está bien.
Casi no le dio tiempo a acabar el trago cuando un grupo de apóstoles le cogieron casi en volandas y le sentaron en un taburete en el que alguien había escrito "Carlos".
Cuando se hubieron sentado todos, vio avanzar hacia él a un hombre con la túnica desceñida y los cabellos desmadejados, totalmente revestido de Majestad. Hola Carlos. Bienvenido.  Jesús hizo ademán de agacharse, mientras San Juan le quitaba los blancos zapatos de mayordomo y los calcetines, para recibir el agua que Jesús derramaba sobre sus cansados pies, los cuales parecieron revivir al sentir las manos de Jesús lavándoselos y masajeándoselos.
San Juan le volvió a calzar mientras, San Pedro le ayudaba a incorporarse para continuar su paseo.  Llegaron a un patio donde se alzaba una breve columnita, sobre la que había un enorme gallo de poderosos espolones, que aleteó al ver llegar a Pedro. El anciano llevó a Carlos ante Jesús, cuyo entristecido semblante cambió totalmente al verle llegar. Las ataduras que ligaban sus manos cayeron al suelo inmediatamente, para que pudiese estrechar a Carlos entre sus brazos mientras, las lágrimas de San Pedro volvían a rodar por sus arrugadas mejillas.
En esto que vio llegar a San Juan, que venía a sustituir a San Pedro, quien se había quedado inmóvil al oir cantar al gallo. 
Del brazo de San Juan llegaron a las inmediaciones de la Torre Antonia, fuertemente guarnecida por fiera soldadesca de Roma. Allí, pudo contemplar entristecido la imagen machacada, castigada, rota, coronada de espinas, de Cristo mientras, Pilato le cubría con la capa roja del escarnio. En la lejanía escuchó  -¿A quién queréis que os suelte?-  A lo que se aprestó a responder con la mayor potencia de voz que sus pulmones le permitían -A Jesús, a Jesús-. Por las lágrimas y por la mirada de tristeza y resignación que Jesús le dirigió, supo que todo estaba perdido.
Casi cayó al suelo al resbalar en unas cortezas de habas, mientras comenzaron los dos a caminar en pos de Jesús, por la Vía Dolorosa. En esto que vio como Jesús caía bajo el peso de la cruz, mientras, un tierno niño, llorando al ver la escena, buscaba consuelo entre los pliegues de su túnica de mayordomo. Oyó a Jesús decirles a unas mujeres que no llorasen por Él, en el mismo instante en que la mirada de Jesús se cruzaba con la suya y le decía. Tú tampoco llores más, y dile a los tuyos que tampoco lo hagan. La Casa de mi Padre es lugar de alegría y no de tristeza.
Allá, a lo lejos, vio como quitaban al apenado Jesús sus vestiduras y como le tumbaban sobre la cruz para clavarle en ella. No pudo acercarse más, le fallaban las fuerzas, y San Juan había tenido que ausentarse un momento para ir a buscar a María.
Cerró los ojos y, cuando volvió a abrirlos se encontró ante la mejor visión que había tenido nunca. Y mira que había visto cientos de veces esa misma visión. Pero lo que tenía ahora delante no era una imagen de madera. Era el propio Jesús, clavado de manos a la Cruz, con los pies agujereados por los clavos, pisando el fruto de la vid, en el Lagar Místico, mientras de sus Cinco Llagas brotaban torrentes inagotables de Preciosísima Sangre Salvadora. La mirada penetrante de Jesús le hizo comprender que ya nunca más volvería a sentir dolor, que todo lo que de bueno había sembrado durante su larga vida, lo recogía ahora con creces, que estaba SALVADO y en la GLORIA DE DIOS.
En esto vio llegar a San Juan. Venía acompañado por la más bella de las Mujeres. Al llegar los dos donde él se encontraba dijo Juan: -Carlos, aquí tienes a tu Madre-. María le estrechó en sus brazos y, a partir de ese momento, lo único que Carlos volvió a sentir fue PAZ.


(Este cuento fue escrito como homenaje y en honor a la memoria del Presidente y Presidente de Honor que fue, de la Real, Muy Ilustre, Venerable y Antiquísima Archicofradía de la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, Don Carlos Valcárcel Mavor Q.E.P.D.)



jueves, 23 de febrero de 2012

MISTERIO EN EL HOSPITAL

Daniel tuvo que llamar al médico de urgencias para que acudiese a su casa. Fuensanta -su mujer- estaba muy enferma. No sabía qué le ocurría, pero tenía una fiebre altísima que no le bajaba con nada. Llegó el médico a su casa y, tras examinarla, dijo que era necesario llevarla a urgencias del Hospital. Llamaron a una ambulancia y, tras entrar en urgencias del Reina Sofía, los médicos dictaminaron su inmediato ingreso, debido a la gravedad de la enferma.

Conforme pasaban las horas, Fuensanta, en lugar de evolucionar favorablemente, fue empeorando cada vez más, hasta el punto que los médicos decidieron su ingreso en la UCI, en un estado de extrema gravedad.

Daniel estaba hundido. Veía impotente cómo, su amada esposa se le estaba yendo de las manos. Sentado en la sala de espera, se puso a rezar. Pero necesitaba estar solo y con más intimidad, de manera que bajó de la planta donde estaba la UCI y se dirigió al mostrador de información, que se encontraba en el inmenso hall del nuevo Hospital. Allí preguntó si existía alguna especie de Capilla o similar. –Sí, señor. Mire, suba esas escaleras y, al fondo a la derecha, verá la puerta de la Capilla-.

Encaminóse hacia allá. Abrió la puerta y, se sorprendió al ver, en la pared opuesta a la entrada, una enorme imagen de un Cristo Crucificado.
Se acercó y lo miró de cerca. Era fácil hacerlo, ya que la imagen se encontraba en una posición muy baja, muy al alcance de la vista. El Cristo era impresionante. De una envergadura enorme, debía ser muy antiguo, ya que estaba casi totalmente oscurecido por lo que, supuso, una capa de suciedad y humo de siglos. Se arrodilló ante la imagen y comenzó a rezarle, a pedirle por su Fuensantica.

                 
Después de rezar, mirando fijamente al rostro, a los ojos entrecerrados del Cristo, comenzó a sentirse mejor, más reconfortado, y sintió una grandísima paz interior.

Mientras Daniel oraba ante la imagen del Crucificado, Fuensanta deliraba en la UCI. No sabía dónde se encontraba y, cuando abría los ojos, únicamente veía médicos y enfermeras, yendo de un lado para otro de la sala.
Una de las veces que entreabrió los ojos, vio borrosamente la figura de un médico. Tan sólo acertó a distinguir que el doctor, vestido con su bata blanca, era una persona muy alta, que tenía poblada barba y que, sentado en el lateral de su cama, la agarraba fuertemente de la mano.
Volvió a cerrar los ojos, presa de la fiebre que la consumía, pero no le abandonó en ningún momento la sensación de una poderosa mano que agarraba la suya, temblorosa y débil.

Cuando Daniel salió de la Capilla, al pasar por recepción decidió preguntar a una enfermera que allí había, acerca de la imagen del Crucificado de la Capilla. –Sí (le contestó la enfermera),  es una imagen muy antigua, caballero. Ya se encontraba en el primitivo Hospital de San Juan de Dios, donde hoy está la Comunidad Autónoma, ¿sabe?-
De este modo supo que, en el citado Hospital se encontraba ubicado, colgado en lo alto del rellano de la escalera, y por ello se le conocía como el “Cristo de la Escalera”. Ahora se le denominaba “Cristo de Zalamea”, y era una imagen de muchísima devoción y muy querida por todo el personal del Hospital y por muchísimos enfermos y sus familiares que acudían a pedirle por la curación de sus males.
-Pero ya ha visto usted en qué mal estado se encuentra. Pronto va a ser llevada a un taller de restauración….. Ah, caballero, también puedo decirle que un grupo de nazarenos pretenden crear una nueva Cofradía con la imagen de este Crucificado como Titular-.
Agradecido por la información que le había facilitado la enfermera, Daniel se dirigió hacia la UCI, a ver como seguía su esposa y si los médicos podían decirle algo más.

Cuando llegó allí, las noticias no eran buenas. Fuensanta estaba en estado crítico. A través de las cristaleras pudo ver cómo estaba permanentemente atendida por un doctor que no soltaba su mano en ningún momento.
Su mujer se le iba. Lo sabía.
Sentado impotente en la sala de espera, el cansancio y el dolor le vencieron y no pudo evitar quedarse dormido.

Se despertó por la mañana temprano, sobresaltado y con el cuerpo entumecido por la mala postura en que había pasado las últimas dos horas. Lo primero que hizo fue acercarse a la UCI y allí vio cómo el médico de las barbas continuaba junto a su esposa, aferrado a las manos de su Fuensanta.

Dio un golpecico en el cristal para llamar la atención del doctor y éste se levantó y salió de la UCI. Daniel le preguntó por su mujer y el médico le dijo que dormía, que seguía muy grave, pero que no se preocupase, que su curación estaba en manos de Dios. Que rezase por ella y tuviese fe. Que fuese a la cafetería a desayunar algo, que se le veía muy mala cara, y que después marchase a casa a descansar un poco, que ya velaría él por su esposa.
Daniel le dio las gracias por todo. Le dijo que iría a tomar algo, pero que a casa no se marchaba dejando a su mujer sola y en esa situación.

Al regresar de la cafetería subió de nuevo a la Capilla para rezar ante el enorme e impresionante Crucificado.
Pero, cuando entró se llevó una grandísima sorpresa… ¡¡¡El Cristo no estaba!!!… La Cruz negra permanecía colgada en su sitio, pero ¡¡la imagen había desaparecido!!
Muy extrañado y un tanto alarmado, bajó a información y preguntó qué había ocurrido con el Cristo.
Allí no sabían nada. Acababan de empezar su turno de trabajo. Pero una enfermera le comentó que había oído que un día de esos se iban a llevar la imagen del Cristo al taller de Verónicas para ser restaurado. Así que allí debían haberlo llevado esa misma mañana temprano.
Desilusionado y un poco acongojado por no poder hallar el consuelo y la paz que la contemplación del Crucificado le había otorgado la noche anterior, Daniel subió de nuevo a la Capilla y oró postrado ante la Cruz vacía.

Mientras tanto, las cosas en la UCI no marchaban bien para Fuensanta. Su estado había empeorado alarmantemente. La pobre, entre delirios y sueños, tuvo una visión de si misma, caminando por un oscuro y larguísimo túnel, hacia un brillante puntito de luz que se veía al final. Conforme se acercaba a la luz, ésta se volvía más y más brillante y cegadora.
Cuando parecía que iba a dar el último paso para traspasar la línea que separaba la oscuridad de la luz blanca y cegadora, sintió una poderosa mano que, agarrando la suya, se lo impidió. Y, por más que intentaba desasirse, el inmenso poder de la férrea mano no se lo permitió.

Lo siguiente que recordaba Fuensanta fue abrir los ojos y verse de nuevo acostada en su cama de la UCI, con el médico de las barbas asiendo su mano, con una sonrisa dibujada en sus labios. –Descansa Fuensanta (le dijo el gigante doctor), ya estás mejor. Pronto te pondrás bien y volverás a casa con tu esposo Daniel, que anda por ahí afuera-.

En ese preciso momento llegaba a la UCI Daniel, que venía de la Capilla, aún triste y extrañado por la repentina y misteriosa desaparición de la imagen del Crucificado.
Al verle llegar, el doctor se levantó y salió.
-Buenas noticias Daniel: Fuensanta ha pasado una grave crisis en la que ha estado a punto de morir. Pero ha superado el peor momento y ya se encuentra mejor. Dentro de pocos días podrás llevártela de vuelta a casa. Yo ahora me tengo que marchar, que me han surgido otros asuntos urgentes que atender. Tú vete a casa y descansa. Hazme caso, ¿vale?-.

Con una infinita alegría en su interior, y con los ojos arrasados en lágrimas, Daniel se abalanzó sobre el médico para abrazarle.
Al estrecharle entre sus brazos tuvo la misma sensación de paz y de consuelo que había tenido la noche anterior, cuando miró a los ojos del Cristo, en la Capilla.
Enormemente extrañado, Daniel soltó el abrazo y miró al doctor a los ojos. Éste le sonrió y, llevándose un dedo a los labios para que guardase silencio, le guiñó un ojo.
¡No! ¡No podía ser! Todo tenía que ser producto del cansancio, del estrés, de la angustia que había sufrido al ver que su Fuensanta se le iba.
Cuando se quiso dar cuenta, sin saber cómo, el doctor desapareció de allí.

Daniel reaccionó y salió disparado hacia la Capilla. Subió los escalones de dos en dos y se abalanzó sobre la puerta de la misma.

Lo que vio en la Capilla le dejó atónito y sin habla.

El Cristo de Zalamea estaba allí, colgado de su Cruz, tal como lo vio por vez primera la noche anterior.

En ese preciso instante, una señora se encontraba arrodillada ante la imagen del Cristo, rezando en voz alta entre sollozos, pidiéndole por la vida de su hijo, que acababa de tener un grave accidente con la dichosa moto.


*******************

Ha pasado un año y medio desde que ocurrió aquello.

El Cristo de Zalamea ya no se encuentra en el Hospital.
Fue magníficamente restaurado y posteriormente llevado a la Iglesia-Museo de San Juan de Dios, donde recibe culto.

Tras muchas y arduas gestiones, finalmente fue autorizada la creación de una Cofradía en torno a la sagrada imagen del Cristo.

Hoy es Jueves Santo por la tarde y, Daniel y Fuensanta, vestidos con sus túnicas negras con capuz dorado llegan pronto a la iglesia de San Juan de Dios.
Los dos son Nazarenos Estantes del Cristo de Zalamea.
Después de lo sucedido hace año y medio en el Hospital, fueron de los primeros en pasar a formar parte de la nueva Cofradía del Santísimo Cristo de Zalamea. Ellos, mejor que nadie, saben con certeza a Quién van a llevar sobre sus hombros dentro de pocos minutos, en la primera procesión de la recién nacida Cofradía.

Algunos responsables de dicha Cofradía vienen observando cómo, con cierta frecuencia, cuando la iglesia está cerrada, la imagen del Crucificado “sufre” extrañísimas desapariciones que duran unas pocas horas y, tal como desaparece, la imagen del Cristo vuelve a reaparecer en su lugar.
Llevan el tema con gran discreción. No comentan nada, ni siquiera entre ellos mismos. No quieren ser tildados de locos.

Coincidiendo con las citadas desapariciones de la imagen, por la UCI del Hospital Reina Sofía siempre aparece un gigante y desconocido doctor de pobladas barbas, que aferra con fuerza las manos de los enfermos en trance de mayor gravedad.